Poco más que añadir, ¿no creéis? Si eres arquitecto, automáticamente habrás podido comprobar el macabro poder que ejercen estas simples palabras sobre nuestro bienestar. Irremediablemente, nuestras mentes se ven inundadas de infinitas anécdotas que lejos de resultar agradables, arrancan paradójicamente sinceras sonrisas en nuestros cariacontecidos rostros.
Dicen que es muy fina la línea que separa el amor del odio. Quizás sea esta la razón. Sin duda la prefiero ante la alternativa más lógica, la insinuada y no poco fundada locura del arquitecto.
Para los no familiarizados con tan “diabólicas” expresiones, intentaré acercaros un poco más a la realidad de nuestro gremio, a través de sus más simples y afiladas aristas.
“Error fatal” es una de esas expresiones que generan una interesante animadversión en su incrédulo lector. En un primer momento, es imposible no sentir una innombrable cantidad de furia contenida (salvo aquellos casos en los que lejos de ser filtrada, dicha fuerza de la naturaleza se vio abocada al elemento móvil más cercano en ese momento, véanse el ratón y el teclado como ejemplos más comunes), surgida de la frustración más irracional, fruto no sólo del cansancio al que suele preceder tan emblemático hito educativo, sino además del mensaje claro y conciso que es trasladado inmediatamente a tu cerebro: ¡no has guardado y lo sabes!
¿Cuántas horas de mi vida habré perdido?
Sin embargo, lo curioso de este momento radica en ese instante posterior en el cual analizas la situación desde la resignación del experto, para reconocer admirado la elocuencia y simplicidad del mensaje informático empleado: ERROR FATAL. Perdonad que recurra a las mayúsculas pero era importante transmitir la grandilocuencia de estas pocas letras.
En definitiva, estas palabras describen una realidad más común de lo que debería, en la cual los aplicados y desmotivados alumnos de arquitectura enfrentan su enésima noche sin dormir, una nueva velada dominada por el insomnio obligado, en la cual los automatismos de nuestro cuerpo aprovechan para delinear los recuerdos de lo que hace horas pareció una genial idea. Incontables horas sentado frente a la oscura pantalla del software CAD de turno, donde las líneas de colores parecen deambular ante la atenta mirada de un eje de coordenadas como único referente de la sensatez humana. Valiente referente, por cierto. Horas en las que tu mente ensaya comprometida los diferentes estados de ánimo atribuibles a todo ser humano, cual actor en prácticas. Una montaña rusa de sentimientos dominados por un único elemento común, esa impertérrita pantalla negra donde las líneas se entrelazan cual fiel recreación del mismísimo firmamento.
Puede que esta redacción os resulte caótica e incluso sin sentido, pero no sabría expresar de mejor modo ese maravilloso instante, normalmente asociado al amanecer, en que el reloj anuncia asustado la cercanía del tan temido límite de entrega con que nuestros queridos profesores habrían decidido condicionar nuestras vidas. En ese instante, sin dormir, sin comer y sin capacidad alguna ya para hablar (las únicas fuerzas restantes se centran en no destrozar el teclado con un somnoliento cabezazo), es cuando debemos afrontar la redacción del texto descriptivo que exprese el significado escondido tras el diseño definido durante tantas horas de altibajos. Es entonces, cuando la mayor cantidad posible de palabras debe inundar la pantalla bajo la dirección de un inexistente sentido literario y la inalcanzable estética coherente y cuidada que se espera de un texto de ese calibre. Una retahíla no filtrada destinada a rellenar con ahínco el hueco perfectamente previsto lustros atrás en su correspondiente panel. Una serie de párrafos enfundados en un elegante traje de seriedad, que sin embargo, jamás creo que hayan sido leídos por nadie (incluido el propio autor) pese a lo cómico y prometedor de su contenido.
Pues bien, situados ya en esa romántica estampa donde el rojizo destello del amanecer invade la insolente y desordenada habitación, centrados en hilar palabras con cierta dignidad; justo en ese instante, es cuando el ordenador, fruto del mismo cansancio reinante en la estancia cede definitivamente al agotamiento para deleitarte con un sincero y sutil SOS con el que anunciar su irremediable desconexión. Tal cual. Lo más maquiavélico de este hecho, es tan cruel anuncio de una muerte anunciada e inevitable. Unos segundos de pura incredulidad que vienen a desatar el clímax final de la exaltación sentimental sufrida. Un mensaje en una pantalla.
Ira, furia, odio, desesperación, depresión, resignación.
Un sencillo gesto asiente ante el detalle de aviso por parte del ordenador, dando así autorización al desastre. Cierre automático del programa, y con él, horas y más horas de ebullición intelectual, los últimos reductos de la esperanza ingenua del alumno fiel, trazos profundos de un diseño trasnochado, o un nuevo de ejemplo de creatividad desperdiciada sin más.
A partir de ahí, sólo queda descansar, aquello que deberíamos haber hecho siglos atrás, para afrontar una última batida, siempre surgida desde el peor de los escenarios previstos. Un ejercicio admirable de eficiencia y alarde mnemotécnico por el cual esbozar lo ya generado en pocos minutos, con idea de maquillar un hundimiento más que probable, con el recuerdo de lo que pudo ser y no fue.
Bendita la hora en que aprendimos a guardar a cada instante.
En ocasiones, cuando varios compañeros se reúnen en cónclave frente a algún ajeno al sector, suelen lograr en sus sorprendidos interlocutores las mayores muestras de pena y compasión ante tal grado de desgracia y crudeza.
No es ese mi objetivo, sino más bien permitir que tanto propios como ajenos contribuyan a la necesaria transformación de este tópico drama en la atípica parodia que debería ser.
Eso sí, error fatal, célebre y aventajado emisario de la desgracia, podría ser calificado de indefenso principiante ante nuestro siguiente protagonista.
Sí señores. La versión 2.0 del mismísimo Error Fatal. Ni más ni menos que la temida e inevitable “Incidencia de Visado”. Si el contexto anterior lo conformaban el insomnio, el cansancio y la presión académica; en este caso, los actores principales resultan ser nuevamente el cansancio, la infinita creatividad burocrática de este país y el innegable amor por el ayer que contagia al sector de los clientes. Una coctelera de estrés, agotamiento, frustración e incomprensión, aderezada con toneladas de desidia, que desemboca en la indescriptible espera desesperada en torno a un sencillo email. Aquel que marcará el destino de tu día, tu proyecto, tu cliente, y por qué no, el sustento de tu familia.
La agónica espera que antecede al mencionado email culmina, como no podía ser de otro modo, innumerables llamadas sin éxito mediante, con la llegada de un mensaje a tu bandeja de entrada. Mensaje recibido del Colegio de Arquitectos. Mientras tu cerebro procesa la información de tan esperado invitado para confirmar que es efectivamente quien dice ser, por fin, esta ceremonia precede al mensaje correcto, no como las múltiples experiencias fallidas anteriores en las que no se trataba más que del típico mensaje publicitario de la empresa de muebles de siempre.
Abres el mensaje con una mezcla sin igual de ilusión y pánico. Tus ojos recorren atropellados los contenidos inútiles que adornan toda comunicación. No puede ser. De un seco frenazo no sin derrapar, tu mirada se clava en la primera frase de tan esperado anuncio: Incidencia de visado.
A lo cual acompaña un ingenioso extracto de El Quijote, oportunamente mezclado con ciertos retales de literatura normativa del más alto nivel. Conclusión, una verborrea incomprensible que tan sólo sirve como condimento al plato principal, un suculento filete de negación por el cual se nos invita amablemente a corregir algún aspecto de suma importancia en la redacción de una memoria técnica repleta de datos, o la repetición de algún plano mal delineado o incluso mal impreso. Todos ellos aspectos formales, por pura definición del control documental asociado al visado, y en muchos casos fruto de una interpretación diversa en cuanto al modo en que expresar la misma información.
En definitiva, lejos de entrar en una crítica no ansiada en este artículo, un nuevo retraso que desde ese mismo instante nos vemos obligados a explicar a nuestro incrédulo cliente. Una nueva decepción atribuible a nuestro servicio. Uno más de los múltiples obstáculos que guían el camino del arquitecto moderno. Maestros de la psicología ante propios y ajenos, más bien los primeros. Un máster no académico acerca de las más extremas explosiones de tipo emocional.
Una incidencia más en tan agradable recorrido desde lo privado a lo público, para retornar henchido de ganas y fuerzas renovadas a nuestro privado incitador.
Muchas gracias a todos los que con vuestro esfuerzo diario pobláis nuestra vida de inolvidables lecciones profesionales capaces de trascender el límite de lo personal.
Álvaro Fernández Navarro
Arquitecto