Desde hace ya algún tiempo me entristece descubrir cómo la negatividad se apodera de mi entorno profesional inmediato. Durante toda mi vida he intentado, en lo posible, no sólo convivir en armonía con mi lado más optimista, sino impregnar a mis allegados de tal alegría y ganas de seguir disfrutando de nuestro día a día. En definitiva, devolver todo lo bueno que he recibido para continuar esa altruista cadena de favores y pequeños detalles, en la cual se debería convertir esta vida. Sin embargo, jamás había sentido tan cercana la desilusión reinante en estos tiempos de crisis.
Más allá de la preocupación que todos tenemos ante la complejidad con que se presenta el futuro económico, me aterra ver que la reacción ante esta evidente adversidad se empieza a tornar, peligrosamente, en resignación.
Sin duda, el golpe definitivo me lo atestó una experiencia tan interesante como evocadora.
En una visita reciente a la Universidad, me encontré rodeado por futuros arquitectos que, lejos de exprimir su etapa académica para cimentar las bases de sus consiguientes carreras profesionales a partir de conceptos como el interés y la pasión propios de un gremio tan vocacional como el nuestro; se encontraban deambulando sin rumbo definido entre asignaturas vacías y noches repletas de tensión y excesos de cruda y desproporcionada realidad.
Mi primera reacción fue de asombro. Escasos segundos después, mi cabeza evidenció el por qué. Si aquellos que ya estamos integrados de lleno en este complicado gremio, que ya hemos saboreado las mieles de la creatividad, nos regocijamos en lo complicado de nuestro devenir, ¿qué esperamos que respiren quienes por definición se encuentran en pleno proceso de aprendizaje, en los albores de un viaje hacia lo que parece ninguna parte?
Siempre que me preguntan acerca de mi etapa universitaria, me cuesta cierto esfuerzo comenzar mi discurso con palabras positivas. Si me ciño a la experiencia personal, la sonrisa es inmediata y rotunda. La satisfacción se desprende con cada letra que rebasa ansiosa los límites de mi boca.
Si, por el contrario, la cuestión se redirige hacia el trasfondo más profesional, las anécdotas se suceden caóticas, mostrando un panorama agridulce repleto de situaciones extremas, al límite de lo que considero mi estado normal de bienestar.
Con esto, me gustaría trasladar un problema detectado entre los jóvenes que hace temblar todos los mimbres de mi conciencia.
Si desproveemos a los jóvenes de la ilusión, de su interés por mejorar lo presente, de su irreverencia, de su capacidad crítica, de sus inquietudes, de sus ganas… ¿qué les vamos a dejar? Y lo que es peor, ¿quién va a asumir ahora ese papel en la sociedad? ¿Cómo vamos a avanzar si no es a raíz del empuje de los que vienen por detrás?
Estas preguntas, evidentemente retóricas, no hacen sino mostrar mi estado de inquietud. Un rumor continuo y maleducado que se empeña desde hace tiempo en distorsionar e interrumpir mi realidad, lastrando poco a poco mi moral.
Por desgracia, lo único que puedo aportar a título personal, son mis humildes palabras de ánimo con las que arengar a estos jóvenes arquitectos, para que crean en lo que hacen, para que sepan que se puede y para que afronten lo que está por llegar con la energía que necesitan.
Sin embargo, cada vez es más frecuente descubrirme en mitad de una charla o conferencia ante jóvenes emprendedores o estudiantes, cual motivador de masas, cual inyección de moral, renunciando al discurso previamente preparado y con ello a la materia académica correspondiente, para centrarme en el lado más humano de mis apesadumbrados oyentes.
Lo siento, pero me niego a aceptar esta situación. No podemos dejarles esta herencia tan horrible. No podemos cruzarnos de brazos ante tal desidia, ante tal desastre social.
Me gustaría que los organismos que, afortunadamente, han asumido a lo largo de la historia este papel, se sacudieran el miedo y la pena, se liberaran de la pesada carga que parece posarse sobre nuestras espaldas, para esforzarse en preparar a estos jóvenes valientes desde un punto de vista activo y decidido. Atajar de raíz el más mínimo esbozo de duda y contribuir desde nuestro presente a allanar todo lo posible su futuro.
Dejémonos de cambios absurdos y entrópicos, para retomar valores ancestrales y recuperar el espíritu docente de los sistemas educativos. Está bien preparar a los alumnos de cara a una realidad difícil, pero sin olvidar que no es aún la suya, y que de ellos depende que nunca lo sea.
Álvaro Fernández Navarro
GANA Arquitectura