Efectivamente, el tiempo es limitado. Todos lo sabemos. Por tanto, la clave no radica en generar más, sino en disponer de él de la mejor manera posible. En este sentido, creo que la arquitectura no se libra de un factor tan determinante como mal distribuido.
A día de hoy en nuestro país, aún a riesgo de generalizar, si analizamos el proceso de creación, por ejemplo, de una vivienda unifamiliar, observaremos que el mayor consumo temporal aparece asociado al trámite burocrático requerido. Esto es, ni el proceso de diseño ni el de ejecución de una casa son capaces de superar al procedimiento legal generado para permitirla.
Dicho así, suena duro, lo sé. Pero me temo que no puede ser más real. Todo valiente que haya decidido acometer una aventura de semejante calibre en los últimos años, coincidirá conmigo en que obtener la correspondiente licencia ha supuesto uno de los mayores retos asociados a la construcción de la vivienda de sus sueños. Es por ello que me veo obligado a reflexionar sobre algo que ha dado, recientemente, para más de un titular. ¿Cuánto debe durar una licencia? Por norma, la respuesta suele ser tres meses. La realidad, mucho más complicada. Y no pretendo reincidir en argumentos como la pérdida de dinero implícita en esta espera, o la posible huida de la inversión extranjera. No. Hay un aspecto de esta preocupante afirmación que me inquieta aún más:
¿Qué harías si te dijeran que un proceso va a ser demasiado largo y que solo uno de sus apartados es susceptible de recorte? Pues eso, no queda otra que apretar hasta exprimirlo lo máximo posible. Es lógico.
Por tanto, de los tres grandes bloques que componen la construcción de una vivienda, nos encontramos, a grosso modo, con el siguiente escenario: la fase de diseño es algo que depende del arquitecto; la licencia, del ayuntamiento; y la obra, de la constructora. No son los únicos implicados pero sí los más importantes. Frente al ayuntamiento, poco se puede hacer. Ante la constructora, los límites son físicos y, en la mayoría de los casos, económicos. Pero, cuando de los arquitectos se trata, este problema se simplifica. En otras palabras, el proceso de diseño es algo a reducir. La licencia, a sufrir. Y la obra, a sobrevivir. Sería un resumen algo tremendista con el que muchos coincidirán. Por mi parte, como arquitecto, prefiero ver nuestra profesión con algo más de optimismo. Mi elección de palabras, iría más en la línea de soñar, aprovechar y disfrutar. Soñar a través del diseño, aprovechar la burocracia para optimizar la inversión y disfrutar del proceso constructivo hasta recoger satisfecho los frutos.
La realidad es algo en lo que cada ejemplo concreto dictará sentencia. Estamos de acuerdo. Pero empieza a destacar una máxima común en todos ellos:
—¿Cuánto se tarda en preparar el básico para pedir licencia? Mientras antes la pidamos, mejor. Que me han dicho que están tardando mucho.
El argumento es irrefutable, por desgracia, pero lo más triste de este pequeño ejemplo, es el inmenso error que se está cometiendo en el reparto de los tiempos. Si quieres crear la vivienda de tus sueños, ¿tiene sentido que renuncies voluntariamente al tiempo necesario para definirla? Veréis, por nuestra parte no tenemos problema en optimizar los tiempos, pero es importante puntualizar que cuando exprimes los plazos, lo que estás haciendo es impedir que el arquitecto se replantee las cosas en su búsqueda de la mejor solución. No cabe duda de que si un proyecto se resuelve rápidamente porque todo fluye con facilidad, no tiene sentido añadir ni un minuto más al proceso. Pero, ¿qué ocurre cuando las ideas no aparecen tan pronto como nos gustaría o las decisiones no se muestran tan evidentes como parecían? Mi respuesta es clara: hay que dedicarle más tiempo. No hay más. Pensar, pensar, y volver a pensar. Esa es la esencia de nuestro trabajo. Sin embargo, cuando acotamos hasta mínimos insospechados los tiempos dedicados a esta maravillosa práctica intelectual, el resultado no puede ser otro que la incertidumbre. Dudas que acaban derivando en una sucesión de cambios que, en muchos casos, nos obligan a modificar el proyecto original y prolongar así el procedimiento de obtención de licencia. Un sinsentido cada vez más habitual, fruto de las prisas que atenazan a todo promotor. Quede claro que no solo no juzgo su actitud, sino que la entiendo perfectamente. Mi debate no se centra en la rectificación del promotor y sus prioridades, sino en la mejora del sistema para que circunstancias como esta no sean ni habituales ni necesarias. Para que el promotor no inicie su andadura vital desde el miedo a los retrasos o, mejor dicho, a los costes provocados por ellos.
Conclusión: si el manido argumento del dinero no ha sido acicate suficiente en todos estos años para encontrar una solución, ¿qué tal este que planteo ahora de mejorar la calidad de vida de nuestros vecinos?
Por eso, en GANA, siempre recomendamos a la hora de enfrentarnos a una de las inversiones más importantes de nuestra vida que el proceso de diseño se trabaje con mimo hasta obtener la mejor solución posible, sin descuidar los plazos, pero sin oprimir las ideas. Ahora es cuestión de tiempo, nunca mejor dicho, que las administraciones recojan el guante y ayuden a resolver este galimatías de la mejor manera posible, haciendo nuestro trabajo más sencillo, exitoso y eficiente. No ya por el bien de los ciudadanos, lo cual debería ser más que suficiente, sino por el de la propia ciudad en que habitan.